Le he traído un espejo para que se mire.
-¿Qué ves?
Su ceño fruncido, los ojazos negros disparando rayos de ira, la boca encogida…
-A mí triste.
-Pues desde fuera se te ve enfadada.
-No es lo que yo veo, yo veo tristeza.
Le he traído un espejo para que se mire.
-¿Qué ves?
Su ceño fruncido, los ojazos negros disparando rayos de ira, la boca encogida…
-A mí triste.
-Pues desde fuera se te ve enfadada.
-No es lo que yo veo, yo veo tristeza.
Un día se escapó de casa. Una noche, para ser más exactas. Unas horas antes del amanecer se deslizó de la cama sin hacer ruido y huyó de las palizas de su madre adoptiva, que era además su hermana biológica. Tragedias de esas de todas las familias, de todas las mujeres, de esas que de tan trágicas ya ni se nombran. Son tragedias menores, tragedias femeninas, nada que ver con las postguerras masculinas, tan importantes que dan nombre a las calles y a las plazas.
Había dos tipos de alumnas: las ricas y las pobres. La diferencia básicamente consistía en que las ricas pagaban por estar allí con dinero y las pobres con trabajo. Vestían uniformes diferentes y comían en mesas separadas.
Eran las propias niñas las que se ocupaban de la limpieza y mantenimiento de la escuela: fregaban, limpiaban, cocinaban, lavaban la ropa, planchaban etc. Además de eso cada una trabajaba en el taller que le hubiese sido asignado. El convento vendía costosos bordados en oro, bordados en hilo blanco y era además famoso su delicioso chocolate, elaborado por las inocentes manos de centenares de niñas que perdieron su infancia y adolescencia trabajando en una situación de esclavitud permitida y legalizada por el régimen franquista.
De pequeña ella me enseñaba a bordar y mientras yo la acribillaba a preguntas sobre su vida. Poco a poco, con el paso de los años, fui haciéndome de todo un catálogo de anécdotas impresionantes, como la de aquel día en que mi abuela se asomó al cristal de una ventana y se pasó la manita por la cabeza, para peinarse. Una monja la vio y mandó inmediatamente que la raparan, por vanidosa. Y así muchas más.
Aunque mi abuela entró en el convento por propia voluntad (para huir de una situación de maltrato infantil, recuerdo), pasado un tiempo quiso salir de allí pero le fue denegado el permiso. Es decir, mi abuela fue literalmente secuestrada y solamente se le volvió a permitir la salida a las 19 años, cuando murió su padre, para que siguiese su labor de esclava del patriarcado fuera del convento, haciéndose cargo de dos sus hermanillos menores.
Mi bisabuelo siempre se opuso a que mi abuela estuviese allí. Cuando ella se escapó de casa tardaron varios días en dar con su paradero. Siempre me contaba como su padre la abrazó, en la sala del convento donde se vieron tras encontrarla, susurrándole entre sollozos: hija mía, me has matado. En las historias de la vida de mi abuela siempre había cosas que yo no entendía, eran cosas de autoridades, de jerarquías, de costumbres. En mi mundo, nadie más que mi padre o mi madre podía decidir sobre donde estar escolarizada, por ejemplo. Solo con el paso de los años he entendido la desesperación de mi bisabuelo que vio como la institución religiosa más poderosa del país le arrebataba a su hija sin que él pudiese hacer nada.
Pero lo más triste de esta historia ha sido para mí la manera en la que mi abuela me lo contó. Ella nunca fue consciente su explotación, estaba agradecida con las monjas y cuando yo me enfadaba y le decía cosas como “¡Pero abuela, te dejaron analfabeta, te encerraron!” ella me contestaba “Pero al menos comía todos los días”. El trabajo de esas monjas fue redondo.
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