Un día se escapó de casa. Una noche, para ser más exactas. Unas horas antes del amanecer se deslizó de la cama sin hacer ruido y huyó de las palizas de su madre adoptiva, que era además su hermana biológica. Tragedias de esas de todas las familias, de todas las mujeres, de esas que de tan trágicas ya ni se nombran. Son tragedias menores, tragedias femeninas, nada que ver con las postguerras masculinas, tan importantes que dan nombre a las calles y a las plazas.
Su madre de verdad murió pariendo, ya si eso os cuento otro día esa otra tragedia. El caso es que mi abuela tenía 12 años de palos en las espaldas y le dijo a su noviete que la esperara en la esquina, que esa era la noche. El muchacho, que era bueno, la acompañó hasta la puerta del convento y allí se despidieron. Mi abuela cruzó la puerta y volvió a salir siete años después. Pasó su adolescencia recluida en ese internado para niñas, donde trabajó como bordadora de hilo blanco, a cambio de comida y techo. Nunca recibió una peseta por su trabajo y, a pesar de su minoría de edad, nadie le enseñó a leer ni a escribir. Le cambiaron el nombre y le prohibieron hacer cualquier referencia verbal a su vida anterior. Raras veces le permitían recibir visitas. Me contó que, una vez al año, todos los jueves santos se escogían a 12 niñas, a las que habían sido más obedientes, y se les permitía salir a la calle a ver procesiones de Semana Santa acompañadas por una monja. Por lo demás no había excepciones, la reclusión era total.
Había dos tipos de alumnas: las ricas y las pobres. La diferencia básicamente consistía en que las ricas pagaban por estar allí con dinero y las pobres con trabajo. Vestían uniformes diferentes y comían en mesas separadas.
Eran las propias niñas las que se ocupaban de la limpieza y mantenimiento de la escuela: fregaban, limpiaban, cocinaban, lavaban la ropa, planchaban etc. Además de eso cada una trabajaba en el taller que le hubiese sido asignado. El convento vendía costosos bordados en oro, bordados en hilo blanco y era además famoso su delicioso chocolate, elaborado por las inocentes manos de centenares de niñas que perdieron su infancia y adolescencia trabajando en una situación de esclavitud permitida y legalizada por el régimen franquista.
De pequeña ella me enseñaba a bordar y mientras yo la acribillaba a preguntas sobre su vida. Poco a poco, con el paso de los años, fui haciéndome de todo un catálogo de anécdotas impresionantes, como la de aquel día en que mi abuela se asomó al cristal de una ventana y se pasó la manita por la cabeza, para peinarse. Una monja la vio y mandó inmediatamente que la raparan, por vanidosa. Y así muchas más.
Aunque mi abuela entró en el convento por propia voluntad (para huir de una situación de maltrato infantil, recuerdo), pasado un tiempo quiso salir de allí pero le fue denegado el permiso. Es decir, mi abuela fue literalmente secuestrada y solamente se le volvió a permitir la salida a las 19 años, cuando murió su padre, para que siguiese su labor de esclava del patriarcado fuera del convento, haciéndose cargo de dos sus hermanillos menores.
Mi bisabuelo siempre se opuso a que mi abuela estuviese allí. Cuando ella se escapó de casa tardaron varios días en dar con su paradero. Siempre me contaba como su padre la abrazó, en la sala del convento donde se vieron tras encontrarla, susurrándole entre sollozos: hija mía, me has matado. En las historias de la vida de mi abuela siempre había cosas que yo no entendía, eran cosas de autoridades, de jerarquías, de costumbres. En mi mundo, nadie más que mi padre o mi madre podía decidir sobre donde estar escolarizada, por ejemplo. Solo con el paso de los años he entendido la desesperación de mi bisabuelo que vio como la institución religiosa más poderosa del país le arrebataba a su hija sin que él pudiese hacer nada.
Pero lo más triste de esta historia ha sido para mí la manera en la que mi abuela me lo contó. Ella nunca fue consciente su explotación, estaba agradecida con las monjas y cuando yo me enfadaba y le decía cosas como “¡Pero abuela, te dejaron analfabeta, te encerraron!” ella me contestaba “Pero al menos comía todos los días”. El trabajo de esas monjas fue redondo.
Cuando por fin nos veamos te cuento la de mi abuela, es similar en algunos aspectos
Besos
Cuando dolor encierran nuestras almas, y nuestros úteros 😦
Deseando, Mara.
Un beso a las dos.
Por cierto, que a pesar de todo ello mi abuela fue siempre una mujer llena de fuerza y amor por la vida, el pilar de toda la familia. Vamos, que tiró palante a pesar de todo. Tuvo una vida llena de amor.
Gracias Alicia ,por esta historia de vida tan interesante . Ahora si te parece escribes lo que sigue,como se desarrollo ese germen que te hizo ser así por la ayuda de tu abuela y podemos contar todos sus logros y colocarla de HEROÍNA en nuestro blog en absoluta igualdad con otras mujeres que partiendo de otras realidades pudieron hacer otras cosas.
Mi abuela tiene una historia impresionante. Tienes razón, debería escribirla. Besos!
Me he emocionado con tu historia. Necesito compartirla con todo el mundo. Es digna de ser leída. Gracias por escribirla. Un saludo.
Me ha sorprendido y emocionado mucho esta entrada. ¿Tu abuela Herminia es la que conocí? Una verdadera heroina… Quisiera saber más sobre tu abuela. Una mujer excepcional. Besos
Ay, Corona, la vida de mi abuela daría para tres blogs… ya te iré contando
Lo he leído con lágrimas corroborando la violencia y el sadismo con mi madre al teléfono que también fue interna en las monjas trinitarias
Un abrazo, Jesusa.