Para Frida.
Cuando digo que el 90% de los hombres que conozco son unos gilipollas me refiero a esto: desmontar la masculinidad es el único modo que encuentro para entender la inclusión de las personas diagnosticadas hombres al nacer dentro de la lucha feminista. Pero desmontarla de verdad, no haciendo una paella el domingo mientras aseguras que la cocina se te da mejor que a tu mujer. Conozco a muy pocas personas que estén realmente en ese proceso. Desmontar la masculinidad no es hablar de ti en femenino en la asamblea de los miércoles (esa que organizas TÚ, anarcomacho, y que pones a las 7 de la tarde impidiendo a las mujeres que criamos poder asistir). No te nombres en femenino si no eres capaz de pasearte por tu barrio con un vestido rosa. El rosa y la -a son privilegios a los que no te vamos a dejar acceder de forma intermitente, en fiestas feministas, en centros sociales, allí donde de repente, ese color es lo políticamente correcto. El vestido rosa hay que sudárselo en una entrevista de trabajo, por ejemplo, o en una cena de Navidad. Creo que el movimiento feminista no es suficientemente consciente de hasta qué punto debe integrar la transexualidad en sus filas y en sus reivindicaciones.
Cuando era pequeña yo también fui princesa, me infectaron el cerebro con héroes salvadores en caballos blancos pero eso se me pasó al primer polvo en la adolescencia. Intuí la gilipollez masculina en seguida, afortunadamente. Es decir, muchos de los aditivos del rosa, esos que quisieron meterme a base de pollazos, fueron desmontados a tiempo.
Me sigue fascinando la manera en que la libertad de las mujeres se manifiesta donde menos te lo esperas. El rosa es para Y*** una bandera que delimita un espacio no mixto, un lugar donde los opresores del balón no entran a menos que demuestren que lo merecen ¡Quiero banderas rosa ondeando en los balcones de las casas! ¿Cómo pude olvidarme? La purpurina fucsia es la construcción del bando de las buenas, es la prueba de fuego. Si un niño era capaz de sentarse con nosotras a jugar con las Barbies y aguantar las burlas (y las agresiones físicas y verbales) de los opresores del balón, ese niño merecía ser aceptado entre nosotras como una más. Era “el test de la Barbie”, que hacíamos sin ni siquiera ser conscientes. No había amor romántico con ese chico, ninguna construía mierdas de dependencias con él, era realmente una más… una niña más del bando de las buenas, del bando de las que no pegaban balonazos, de las que estudiaban, de las que no abrían la puerta del baño cuando alguien estaba dentro, de las que no pegaban patadas, de las que no levantaban las faldas para humillar, de las que no cogían el culo sin permiso… era el bando de las niñas, el bando rosa. No había nada de malo en esa construcción más que el provecho que sacaba de él el bando de los niños. No se me ocurre nada más anarquista: nos respetábamos porque era lo justo, sin necesidad de que una autoridad adulta nos estuviese castigando a cada rato como ocurría con ellos.
No es malo ser complaciente, es malo aprovecharse de la complacencia. No es malo sonreír, es malo que te nieguen la rabia. No es malo vestir de rosa, es malo pensar que es un color de lerdas. No, machirulo de patio de colegio, las niñas que visten de rosa no son lerdas, es que te están poniendo a prueba para ver cómo de gilipollas eres.
Las princesas no éramos (no somos) imbéciles. Me he faltado al respeto a mí misma en otra época pensándome más lista en el presente. La Alicia de ahora se olvidó de aquel chico, se llamaba Juan. Él sonreía y nos hablaba, contaba cosas y nos escuchaba. A veces jugaba al balón y otras a las Barbies. Era receptor del acoso masculino infantil de mi barrio, pero afortunadamente supo siempre donde estaba el bando de las buenas, el bando rosa. También hubo quien recorrió el camino a la inversa. Hubo niñas que prefirieron el balón. Muchas se unían al acoso hacia el bando rosa y eso no lo perdonábamos porque lo vivíamos como una traición. En cualquier caso eran siempre machos de segunda así que el mismísimo bando enemigo se encargaba de vengarnos. Otras en cambio, sencillamente, eran mejor en los deportes y los tutús de purpurina les impedían moverse con libertad, por eso no los llevaban, tan sencillo como eso. Con esas no teníamos problemas.
Deja de ser hombre y dejaré de considerarte un gilipollas. Yo, mientras, desmontaré mi blancura, lo prometo, y prometo también no llamarme negra, gitana, mora o mestiza hasta que no haya sido capaz de desmontar mi etnia y mi clase allá a lo lejos, muy lejos de la asamblea de los miércoles. Quizás así empiece a ser, yo también, un poco menos gilipollas.
Soy agresiva, violenta, soberbia y testaruda. Usé tacones y colorete y sonreía. Me iba como el culo. Bueno, tampoco tanto, me iba diferente. Pero hoy soy muy antipática. «Tienes dos caras, una violenta y otra tierna que conozco solo yo» me dijeron una vez en la época misma del colorete, lo que me hace pensar que quizás ya entonces era bastante rancia y que a lo mejor ahora tampoco lo soy tanto como parezco.
Existe una institución que fiscaliza el cuerpo de las mujeres y comercia con sus relaciones sexuales. Esta institución es una de las que más protege y bajo la que más abusos sexuales se cometen. También ampara el asesinato y maltrato machista sistematizado. Esta institución lleva a las mujeres al estado de la esclavitud y está sostenida sobre la manipulación de los conceptos llamando amor y sexo a lo que no es más que pura especulación del esfuerzo, el trabajo y la humillación femenina a través del cuerpo.
Se establece el acuerdo tácito de que lo masculino es normativo: cuando se habla de “deporte” se habla en realidad de “deporte masculino”, cuando se habla de “prensa generalista” se está hablando de “prensa hecha por hombres que habla de hombres”. El problema gordo empieza cuando se implanta una prótesis con forma de rodilla de hombre en la pierna de una señora o hablan de la clase obrera como si fuese exactamente lo mismo un obrero que una obrera. También me jode cuando un tribunal juzga igual a una mujer que a un hombre bajo la máxima de “todos somos iguales ante la ley”. La verdad es que a estas alturas de la vida empiezo a cagarme un poco en eso de la igualdad. La igualdad fue el timo del s. XX y parece que pretende implantarse también en el XXI. Las mujeres somos iguales ante la ley criminal pero no lo somos ante la ley civil, esto ya lo decía Concepción Arenal en 1861, así que la cosa viene de antiguo. Pero además yo añado que, aparte de en lo civil, tampoco somos iguales en lo económico, lo social, lo educacional y un largo etc. ¿Por qué entonces sí lo somos ante un juzgado? Ser mujer debería ser un atenuante. Se pasan la vida recortándonos derechos y libertades en nombre del paternalismo social e institucional y de nuestra supuesta incapacidad para poder decidir sobre nuestras vidas y nuestros cuerpos pero a nivel penal se nos exige luego igual que a los hombres.


Sinceramente creo que hay un ejercicio muy sano que todas las mujeres deberíamos hacer: empezar a diferenciar, de una vez por todas, estructura social de libertades personales. Son dos conceptos que se tocan y se influyen y a veces pueden parecer lo mismo, pero, queridas congéneres, no lo son. Realizar este ejercicio es, sin duda, un hábito mucho más saludable que comer zanahorias.


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