Cuando yo era pequeña las puertas de mi casa siempre estaban abiertas. No es una metáfora, lo estaban literalmente: nunca se echaba la llave, sólo por la noche. Sé que puede parecer raro pero, para la vecindad, el barrio era como un hogar grande y, cada casa, una habitación conectada con las demás, íntima y, al mismo tiempo, parte de un todo. A nadie se le ocurriría cerrar con llave las distintas estancias de una misma casa ¿no? Pues eso era el barrio León en Triana cuando yo era pequeña, un solo hogar donde vivía una enorme familia.
A finales de los ochenta la llegada de las drogas originó cierta inseguridad y las vecinas se vieron obligadas a echar la llave también durante el día. Recuerdo cuando esa triste medida llegó a mi casa. Mi abuela hizo aproximadamente unas diez copias de las llaves y las repartió entre las familias vecinas: “Para que entren si lo necesitan o por si un día caigo mala y tienen que entrar con el médico”. Entonces yo no me daba cuenta, ahora sé que lo que le pasaba a mi abuela era que se resistía a la idea de privacidad con el que el capitalismo había desembarcado a la orilla oeste del Guadalquivir. Defendía, con sus ocho o diez copias de llave, la idea de intimidad vecinal y de autogestión.
Siempre nos supimos diferentes unos de otros. En el barrio había familias católicas, militares, artistas, socialistas, gente de izquierdas declarada, algunas gitanas que aún resistían al éxodo obligado a las 3.000… y, a pesar de nuestra diversidad, siempre supimos que nos unía algo fundamental: las puertas abiertas de nuestras casas y de nuestros corazones.
La gente que venía de fuera no entendía que nos habláramos por las ventanas de los bajos después de aporrear los cristales, que manoseáramos la intimidad de las cocinas, que apareciéramos sin avisar en las casas de los demás, que las criaturas merendáramos cada día en las faldas de una madre distinta, que nuestras bicicletas invadieran las calles y las plazas en contraste con la prepotencia vial de los coches de otros barrios cercanos como el de Los Remedios. Los forasteros tampoco entendían que el Lunes Santo el barrio entero saliera a honrar a la Virgen de la Salud independientemente de si éramos o no católicos. Unos se santiguaban, otras se abrazaban, otros lloraban, otras compartían una cerveza al sol y toda esa simbología que representaba la hermandad de San Gonzalo trascendía (y sigue trascendiendo) lo simbólico cristiano para convertirse en tolerancia, respeto y barrio.
El de fuera siempre le indignó lo semanasantero y nosotros, los vecinos de izquierdas, las ateas, los rojos, a los que se supone que debía ofendernos mucho el despliegue cofrade, nos limitábamos a sonreír sabiendo que era difícil entender nuestra identidad trianera, contradictoria y llena de amor por lo único que realmente cuenta: quien tienes al lado.
Han pasado muchos años de todo aquello y, lamentablemente, en los últimos tiempos hemos tenido que despedirnos de muchas personas que nos dejaron para siempre. En sus funerales católicos he cantado como soprano sosteniendo un nudo en mi garganta por el dolor que suponía decir adiós a quien ayudó a criarme. Vosotras/os sabíais quien era yo: feminista, anarquista, bisexual y madre de una niña negra inmigrante y eso ni os ofendía ni os impedía hacerme partícipe de esos ritos de despedida que todos necesitábamos tanto. Cuando mi abuela Herminia murió también fuimos a la iglesia de San Gonzalo. Ese día no pude cantar porque mi dolor era inmenso y entonces fuisteis vosotrxs quienes me arropasteis, quienes leísteis las escrituras que eran vuestro rito (no el mío) pero que yo respeté porque entendí que mi abuela no era solo mía, que fue como una madre para muchos de vosotros y que yo no era la única que lo estaba pasando mal.
No he idealizado el barrio, las cosas fueron como yo lo recuerdo, lo sé porque aún hoy, las trianeras y trianeros viejos seguimos respetando la diversidad y las laberínticas realidades que conforman la identidad que nos une, incomprensible del río p’allá.
Por todo ello, queridos vecinos, no entiendo qué está pasando. Cuando el barrio se revalorizó empezó a llegar mucha gente de fuera, es verdad. Las reconocemos en seguida porque son los de los coches caros y los que se van a Leroy Merlyn a comprar estructuras para cerrar los jardines. Son los que no saludan, los que no parecen tener nombres de pila. Esos me dan igual, no son mi familia, no les estoy hablando a ellos, os estoy hablando a todas las demás personas que aún resistís a la brutal gentrificación trianera: ¿Qué nos está pasando? ¿A qué vienen esas banderas?
Por nuestras calles no hay tráfico, la únicas personas no residentes que pasan por aquí son el cartero y repartidor del supermercado así que colgar una bandera es querer comunicar a las familias vecinas que tomar parte en lo de las dos España está ahora por encima de nuestro acuerdo ancestral, ese que siempre caracterizó el barrio que me vio nacer y que consistía en respetarnos y cuidarnos por encima de las creencias y de las ideologías.
No os comprendo, nunca hubo banderas ni símbolos entre nosotrxs. No comprendo vuestras ventanas forradas de rojo y grana y no comprendo la elección de la hermandad de San Gonzalo de decorar el barrio con banderas de España para la celebración de la procesión de la Virgen del Rosario y de la coronación de la Virgen de la Salud. Esas vírgenes son de todas las personas que vivimos en el barrio, no solo de las españolas. Mi hija también es parte de nuestra familia y no tiene papeles ni nacionalidad.
Esa bandera representa muchas cosas, es verdad, pero os voy a pedir que no me toméis por imbécil, todo el mundo sabe que no es casualidad que sea esa y no otra la que cuelga hoy de las farolas del barrio. Estáis reivindicando con ella la violación de un pacto que nos ha mantenido viviendo en armonía y respeto durante décadas. No era necesario esta demostración de fuerza y está fuera de lugar este despliegue nacionalista, así lo siento y así os lo digo.
Es importante expresarnos en libertad, es verdad, pero hay situaciones en las que es más importante cuidarnos en armonía.
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