Se establece el acuerdo tácito de que lo masculino es normativo: cuando se habla de “deporte” se habla en realidad de “deporte masculino”, cuando se habla de “prensa generalista” se está hablando de “prensa hecha por hombres que habla de hombres”. El problema gordo empieza cuando se implanta una prótesis con forma de rodilla de hombre en la pierna de una señora o hablan de la clase obrera como si fuese exactamente lo mismo un obrero que una obrera. También me jode cuando un tribunal juzga igual a una mujer que a un hombre bajo la máxima de “todos somos iguales ante la ley”. La verdad es que a estas alturas de la vida empiezo a cagarme un poco en eso de la igualdad. La igualdad fue el timo del s. XX y parece que pretende implantarse también en el XXI. Las mujeres somos iguales ante la ley criminal pero no lo somos ante la ley civil, esto ya lo decía Concepción Arenal en 1861, así que la cosa viene de antiguo. Pero además yo añado que, aparte de en lo civil, tampoco somos iguales en lo económico, lo social, lo educacional y un largo etc. ¿Por qué entonces sí lo somos ante un juzgado? Ser mujer debería ser un atenuante. Se pasan la vida recortándonos derechos y libertades en nombre del paternalismo social e institucional y de nuestra supuesta incapacidad para poder decidir sobre nuestras vidas y nuestros cuerpos pero a nivel penal se nos exige luego igual que a los hombres.
Hoy quiero hablaros de corrupción. Me cansa, la verdad, que se hable de ella sin añadir el adjetivo “masculina” porque resulta que los corruptos de este país son hombres, así que dejemos de generalizar, que bastante tenemos con ir con prótesis que no se adaptan a nuestras piernas. Según este artículo sobre corrupción de Elena Ledda y June Fernández “el 87,4% de las personas condenadas en 2011 fueron varones, así como el 83,6% en delitos de falsedad documental. Esa clara predominancia masculina exige matizaciones, como que la brecha de género es todavía mayor en el dato total de personas condenadas (90,6% de hombres frente a 9,4% de mujeres)”. ¿Por qué entonces no hablar de “hombres corruptos”? No es corrupción, es corrupción masculina. No debemos hablar de “personas”, así en general, sino de machos: varones, de clase media-alta, heterosexuales, de mediana edad, con estudios superiores, blancos y sin discapacidad. Sí existe un modelo de persona corrupta.
Bien es cierto que existe un modelo de mujer corrupta que no debe ser ignorado. Es más, analizar ese modelo me va a ser muy útil para redactar este artículo. Hay que fijarse atentamente en esos pocos casos y darnos cuenta de cómo el género atraviesa el fenómeno social de la corrupción y, al hacerlo, nos damos cuenta de que ellas están implicadas casi siempre a través de los negocios sucios de sus parejas hombres. Estamos ante una de las consecuencias más nefastas del amor romántico y que, por cierto, no solamente afecta a la clase alta: el amor romántico como estafa económica.
Yo no estoy diciendo que las mujeres de los corruptos no sean corruptas y no deban ir a la cárcel. Lo que estoy diciendo, amigas, es que las mujeres debemos hacernos dueñas y señoras de nuestra vida fiscal y dejar de delegar cuestiones en nuestros maromos a pesar de que nos hayan educado para lo contrario. Esto no es solo un asunto solo de ricas. Tradicionalmente a las mujeres se nos educó en la gratuidad. Nos enseñaron que existían unos trabajos “de mujeres”, unas labores feminizadas, que se caracterizaban, entre otras cosas, por estar mal pagadas o no pagadas, por ser carne de cañón de economía en negro y abusos laborales y por implicar asuntos como el acoso sexual o la disponibilidad plena. Las cosas no han cambiado tanto como pensamos. Las amas de casa pobres antes conciliaban la crianza y los cuidados con el coser o lavar ropa “para la calle” o amamantar a bebés de las/os ricos/as. Nosotras, mientras criamos, damos clases particulares mal pagadas, también en negro, por cierto. Y quejarse ante esta situación es ser una mala mujer porque las mujeres como deben ser no tienen que preocuparse por el dinero, que es cosa de hombres. Nosotras somos mejores, unas santas, nosotras somos unas santas… mi madre fue una santa… más buena… ni una queja, nunca… una esclava del hogar, siempre entregada sin pedir nada a cambio, resignada… Me contaba una amiga abogada que uno de los problemas más grandes que tiene cuando trabaja para defender a mujeres maltratadas es lo desastre que son para los asuntos del papeleo: “Eso lo lleva mi marido” y no saben ni si quiera qué es lo que tienen en propiedad (negocios familiares, deudas, vivienda, coches…). Esto es un problema grave señoras, nos tienen pilladas por la economía y en una sentencia de divorcio un juez solo va a ayudar a nuestros hijos porque ante la ley las mujeres no somos personas, somos madres.
El imaginario social dibuja a mujeres despiadadas que se quedan con todo tras los divorcios. La realidad son madres luchando inútilmente porque se respeten unos acuerdos mínimos.
Por otro lado, si te atreves, si pones precio a las labores que, como mujer, se te permiten realizar, debes pagar el precio del estigma: la puta que vende lo que debe entregarse por amor; la mala madre que pretende cobrar por gestar y/o criar; la esposa del millonario que ascendió en la escala social cobrando con diamantes por dejarse tocar las tetas, la cantante que se hizo rica en un género musical femenino y que, por ello, es inculta y casposa.
La Pantoja es una señora que estafó a Hacienda y por ello está en la cárcel, de acuerdo, pero está pagando una pena doble (¿triple, cuádruple?) porque ser coplera es ser casposa y ser andaluza, inculta, claro y tener orígenes humildes y familiares gitanos es ser cateta. Además no es Infanta de España como otras que yo me sé (no quiero señalar a nadie). Da igual que conozcas e interpretes como ninguna un patrimonio musical único en el mundo, como es la tonadilla, que en tu juventud te apadrinaran y apoyaran gracias a tu talento los mejores compositores y letristas de la historia de la tonadilla (varones, sí, pero muy maricones ellos), dan igual todos tus méritos culturales porque reinas en un mundo de segunda, un mundo andaluz y femenino: la copla.
¿Pues sabéis que os digo? Que yo nací en el mismo barrio que la Pantoja y que mi acento es el mismo y que tengo su misma soberbia. Me gusta ser soberbia. No tengo el más mínimo interés en que digan de mí lo que dicen de los hombres cuando son como yo: “Qué carisma y qué carácter tiene”. No, las mujeres somos soberbias, no fuertes. Pues sí, yo soy muy soberbia, ya lo habréis notado. Y también muy mala madre, muy zorrón, muy inculta, muy casposa y muy bollera. Soy muy Pantoja de hecho, ahora que lo pienso. Lo siento, no todo el mundo tiene la suerte de ser trianera. Viva Triana y viva la Virgen de la Estrella y su hermana la Virgen de la Esperanza. Dicho esto, sacúdanse la caspa si les preocupa, prosigamos.
Me parezco mucho a La Pantoja pero hay una cosa que nos diferencia: ella confió en el hombre del que se enamoró y cuando vio que su cuenta bancaria se inflaba se hizo la longui o se siguió fiando o pensó que eso eran cosas de hombres y no se metió en el asunto… y así se ve ahora. Yo en cambio no pienso poner mis asuntos fiscales en manos de ningún tío y si un día me equivoco, o estafo o me hago rica o me arruino, será porque mi soberbia feminista me hizo controlar y ser conscientes de la existencia de todos mis euros. Esto que digo es muy soberbio, lo sé.
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