En el mercadillo:
Iván- (Emocionado) Mira, mamá, una tela de estampado de leopardo de colores.
Yo- Ay, qué bonita, la compramos y te hago una capa.
La vendedora (gitana), pone cara de asombro. Le explico:
-Es que a mi niño le encantan las telas de brillos y los estampados de leopardo.
Un momento de silencio y reflexión por parte de la señora y suelta:
–Po a vé ci es que er niño es gitana…
Yo pienso que eso es algo así como Foucault de mercadillo o cómo entender la identidad sin ser una feminista blanca repelente y muy leída.
La noche antes fuimos a ver un teatro de mimo. Y*** parecía diferente, había algo distinto en ella. Había visto a los mimos hacer cosas y las traducía: «ahora anda deprisa porque está nervioso» …estaba en un mundo sin palabras y eso la relajaba. Y*** habló inglés hasta los 4 años. A esa edad la separaron de su familia biológica y en pocos meses aprendió el español, en el centro de acogida. En menos de un año olvidó por completo su lengua madre. Ahora tiene un ezpañol flamenco, con seseos y ceceos que no obedecen a ninguna lógica geográfica y con un deje africano que la acompaña cuando habla, anda y baila.
Y*** ha descrito verbalmente su rechazo a nuestras muestras de amor. Le ha costado mucho, le llevó exactamente cuatro días conseguirlo y como es la niña más valiente del mundo (por lo menos pa mí que soy su madre), una mañana lo soltó: me agobia, me enfada y no me gusta (lo dijo con ímpetu porque va para alcaldesa o para algo de mandar mucho). El resto es todo un dibujar árboles y enseñárselos a los mayores haciendo especial referencia en las raíces. «Mira qué raíces ¿Has visto qué raíces? Yo antes no pintaba raíces, la gente no se da cuenta de lo importante que son las raíces, sin las raíces los árboles se mueren». También dibuja a su mamá V*** pero no le pone la palabra mamá con una flecha, solo su nombre de pila. Al rato borra el nombre y escribe «mummy». Ella se dibuja en el mismo folio, pero a cierta distancia. Las dos tienen la misma estatura, a veces incluso Y*** parece más grande y lleva el peinado que mamá V*** le hacía antes, cuando aún le dejaba peinarla. Es como una caja cerrada incapaz de abrirse. Sus dibujos son gritos. Sus palabras milagros. Y ella la valentía hecha animal.
A veces pienso que no tengo hijxs, tengo dos leoparditos.
-Y***, si este verano no quieres irte al pueblo con los yayos me lo dices, nadie te obliga. Si te da vergüenza porque hay gente que no conoces o lo que sea, me llamas y vamos a por ti.
– Es que yo no cé que es la vergüenza.
-La vergüenza- dice Iván- es lo que hay entre el miedo y la alegría.
Al escuchar a Iván a Y*** se le ilumina la cara porque se ha dado cuenta de dos cosas: ya sabe lo que es la vergüenza y se acuerda de un momento en el que la sintió:
-¡Cuando os conocí tuve vergüenza!
Ya sé que es poco. Es solo la expresión de algo que para los demás es una obviedad, pero en mi familia las obviedades no existen. La identificación de una emoción, el poder dar nombre a algo que Y*** siente o sintió es siempre un acontecimiento intenso porque ella habla en un idioma que le dificulta expresarse y vivió cosas que no deberían existir. Son cosas con nombres raros y dolores intensos, por eso cuesta nombrarlas. Así que dice eso y me abraza, ella que nunca abraza, lo dice y me abraza. Y me pregunta:
-¿Cuándo Iván os conoció también tuvo vergüenza?
-Iván salió de mi barriga, Y***, con él fue todo muy diferente.
-Ah, claro, entonces cuando llegó ya te conocía a ti pero no a papá.
-Bueno- dice Iván- es que conmigo fue distinto, Y***, yo me fui acostumbrando a ellos poco a poco.
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