Escribir filosofía política es como cuando me ponían agua oxigenada en las heridas de pequeña: parecía que no iba a doler (eso decían), pero al final dolía casi más que la hostia que me acababa de meter. Después me daba cuenta de lo fascinante que resultaba ver mi propia carne burbujeante, viva sin mí… Todo eran preguntas entonces: «¿Qué es eso blanco que me sale de dentro? ¿Para qué sirve?¿Quién lo ha puesto ahí?¿De qué estamos hechas por dentro?» Al final, a su debido tiempo, todo cicatrizaba dejando atrás el dolor y un precioso dibujo en mi piel en forma de cicatriz que me recordaba por dónde no debía volver a pasar con mi bicicleta.