La culpa es el arma psicológica con la que patriarcado más coacciona a las mujeres. Desde la más tierna infancia se nos educa a compensar nuestra existencia. Fuimos un error, hubiese sido mucho mejor si hubiésemos sido niños pero, ya que estamos aquí y que somos queridas, al menos compensemos.

Compensemos cuidando, compensemos follando sin ganas, compensemos cediendo, compensemos teniendo menos sueldo, un coche peor, menos derecho a usar las calles, los bares, el espacio en el metro, el tiempo, el goce, los orgasmos, las risas… ¡Que cada vez que una mujer se atreva a ser feliz, compense al sistema! Porque la felicidad es sólo cosa de hombres.
Muchas mujeres se dieron cuenta de este chantaje y decidieron parar. Un día se plantaron y se dijeron a sí mismas y al mundo: “nunca más la culpa hará de mí una esclava”. Pensaron, sincera e inocentemente, que las herencias patriarcales pueden desecharse de forma sencilla, echando mano del amor propio y del poderío. Preciosas nuestras madres luchadoras. Las primeras en estudiar, las primeras en divorciarse, las primeras en vivir una vida sin culpas.
Ellas, las de la generación anterior, se levantaron juntas y se arrancaron las culpas, unas a otras, de forma sorora, en manada, entre vinos, con risas, con ganas. Atrapaban las culpas y jalaban fuerte: “Tira, compañera, tira, quítame esta culpa” y al tirar, quedaba el cuerpo manco, cojo, lisiado… porque al arrancar la culpa arrancaban, además, una identidad, un sistema de funcionamiento.
Nuestras madres nunca pudieron afrontar las decisiones de forma natural. Miraban a nuestros padres, tirados en el sofá, en la peor versión de sí mismos y sin culpa y no entendían dónde estaba el secreto de esa espontaneidad. Ellas, que eran las radiantes luchadoras, las heroínas de lo político en lo doméstico, debieron, en cambio, aprender a perdonarse en cada decisión que tomaron en su vida.
—Método, esto sólo lo soluciona el método, —dijo una de ellas— hay que tomar una decisión en frío y mantenernos firmes sin que nadie nos haga tambalear.
Y así afrontaron las mujeres la vida, con método: primero dudo, luego decido y, por último, niego la culpa.
—Yo la cambio por responsabilidad —dijo otra con un libro de autoayuda en la mano. Y empezó a caminar con una responsabilidad de ortopedia, que disimulaba la cojera de la culpa a duras pena.
La culpa, la culpa, la culpa…
Nuestras madres sin culpas nos decían:
—Soy mujer antes que madre.
Nuestras madres responsables nos decían:
—La mejor herencia que te puedo dejar es mi ejemplo de libertad.
Nuestras madres exculpadas también hablaron con los padres del sofá. Muchos las agredieron, otros las mataron y, algunos, intentando entenderlas, dieron un paso atrás:
—Guía tú entonces. —claudicaron esos padres, asumiendo su parte de culpa.
Y ya nunca nadie nos protegió a nosotras, ni de la libertad de nuestras madres ni de la culpa de nuestros padres. Ya nadie podía negar la evidencia: nacimos hijas culposas de la culpa materna. Nos hicieron venir al mundo por presión social y fuimos nosotras, nuestros propios cuerpos, nuestros nacimientos, nuestras existencias mismas, la razón máxima de sometimiento de nuestras madres. Ellas debieron ser libres y no lo fueron por nuestra causa. Fuimos un error, hubiese sido mucho mejor si hubiésemos sido un óvulo no fecundado pero, ya que estábamos allí y que éramos queridas, al menos debíamos compensar.
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