Mi hijo aún no es español y, según nos han dicho, no va a serlo hasta dentro de unos cuantos añitos ya que los juzgados en Madrid están colapsados y los trámites se van a demorar mucho. Así que ahí que va mi gringuito, a su cole de Triana, con su casco de la bici amarillo, su cartera del gusano verde y su amigo del alma, Alberto. No le veo yo la vena americana por ningún lado pero parce ser que, hipotéticamente, algún día podría presentarse para el cargo que hoy ocupa Obama. Quién lo diría, tan pequeño y con un pasaporte tan pesado. Así que en el ambulatorio nos dijeron que no puede tener la cartilla de la Seguridad Social porque no es español. Mi hijo tiene plenos derechos, dijo D
avid. Sí, sí, caballero, respondió la señora de la administración del centro de salud, no se preocupe porque en este país los extranjeros tienen incluso más derechos que los propios españoles. Y su tono no era el de una humanista que respira aliviada al ver que cualquier menor del mundo puede venir a España a curarse de lo que sea, su tono era el de harta estoy de esta gentuza que viene de fuera a colapsar las urgencias.
Después de doce años de emigrante, después de tres continentes, después de los paseos por el Downtown de Seattle y de sus mendigos muriéndose de neumonía porque no tienen para pagar unos simples antibióticos, después de Marrakech y los niños con la polio acuestas de por vida, después de los médicos italianos y sus yates y sus mafias, después de las alegrías y las penas de este viaje de más de una década que acabó con mi inocencia, creo poder afirmar, sin que nadie me pueda contradecir, la siguiente máxima: la estupidez humana no tiene límites y el miedo es su mejor aliado.

Después de doce años de emigrante, después de tres continentes, después de los paseos por el Downtown de Seattle y de sus mendigos muriéndose de neumonía porque no tienen para pagar unos simples antibióticos, después de Marrakech y los niños con la polio acuestas de por vida, después de los médicos italianos y sus yates y sus mafias, después de las alegrías y las penas de este viaje de más de una década que acabó con mi inocencia, creo poder afirmar, sin que nadie me pueda contradecir, la siguiente máxima: la estupidez humana no tiene límites y el miedo es su mejor aliado.
Ya siempre seré extranjera, vaya donde vaya, y me alegro tanto, pero tanto, tanto de serlo… y me pintaría la cara de verde y me forraría de azul el pasaporte si eso me hiciera diferente de gente como la administrativa de urgencias o la señora que hoy me escribe este e-mail (copio y pego evitando nombres): “Gracias Alicia, (…) De momento, los cursos los imparten maestros internacionales (…). No obstante, nos quedamos con tu información (bla, bla, bla…)”.
1. Lee la palabra internacional: In-ter-na-cio-nal.
2. Cópiala en tu cuaderno y subráyala: Internacional.
3. Coméntala con tu compañero:
-Yo: David, no me hacen la entrevista de trabajo porque no soy lo suficientemente internacional ¿Tú qué opinas?.
-David: Yo creo (se cabrea mucho)… deberías hacerles… deberías decirles… no, espera, mejor llamo yo…
-David: Yo creo (se cabrea mucho)… deberías hacerles… deberías decirles… no, espera, mejor llamo yo…
4. Después de reflexionar escribe una frase utilizando dicho término: Frase: “Las personas nunca somos internacionales en la manera justa, o nos pasamos o no llegamos”.