Sobre la propiedad de la tierra y la palabra

En el patio del colegio, mi amiga Reme y yo escondíamos algo a lado de un árbol. No importaba qué, había que enterrar allí un objeto cualquiera y no decírselo a nadie. Al día después volvíamos y encontrábamos el capuchón de bolígrafo, la ramita de jacaranda o la piedra que habíamos enterrado exactamente en el mismo lugar. Entonces una alegría infinita nos invadía, reíamos y decíamos qué bien, siempre que queramos podremos enterrar cosas y pueden pasar muchos días y esas cosas seguirán ahí enterradas porque nadie más que tú y yo sabremos que están ahí. La única condición era no romper el secreto, si no cualquier alumna podía venir a desenterrar lo que fuera (el tesoro, lo llamábamos). En realidad yo se lo contaba siempre a mi madre pero eso no importaba porque no había ningún peligro de que mi madre fuera a desenterrar un capuchón de bolígrafo a los arriates del patio. Eso sí, en el colegio no se lo podíamos decir a nadie no fuera a ser que Chari La Empollona o cualquiera de las repetidoras, viniese a chafarlo todo. Así que nuestras bocas quedaban selladas, bien a base de un apretón de manos, bien con una promesa o, si ese día nos sentíamos especialmente hermanas, con el conjuro:
El juego está cerrao,
con llave y candao,
quien lo abra
tiene un pecao.

Y nunca rompimos nuestra promesa, nunca sucedió que alguien se enterase de la existencia de aquel enterramiento de lealtad, de misterio, de poder, de libertad. Nos íbamos a casa, hacíamos los deberes, nos bañábamos, cenábamos y dormíamos en casas normales para que, al día siguiente, al desenterrar el capuchón, pudiésemos sentir que nuestra verdadera casa no tenía límites porque en cualquier lugar del mundo puede enterrarse algo. Igual que en el patio del colegio, en las calles de nuestra ciudad, en el parque… todo nos pertenecía porque poseíamos una promesa.

Hoy en Marrakech de nuevo tengo esa sensación de libertad. Cuando monto en un petit taxi, voy camino de D.T. y tengo que bordear los muros de la Medina que dan hacia los barrios más pobres, encuentro miles de lugares dignos de ser elegidos para enterrar una piedra. Son lugares que no pertenecen a nadie y pertenecen a todos. Por ejemplo, un rincón donde dos hiladores trenzan su hebra, cada uno agarra un extremo y una promesa, la de no soltarlo; o el borde de la calzada, donde un señor extiende su alfombra para orar; o la plaza donde por la mañana están los carros con fruta y por la noche los críos jugando al balón. La calle aquí es de todos y los charcos y la tierra y el hollín de los herreros dibujando expresiones al azar en las paredes y las palmeras siempre jóvenes y rebeldes, molestas a los constructores, amigas de quién ama la siesta callejera. Los/as marrakechís a veces duermen la siesta en plena calle, donde les pilla el sueño ¿No es eso impresionantemente bello? Cada uno de esos lugares me pertenece también a mí, por eso en Marrakech cada día vuelvo a ser niña, por eso al marchar me quedaré para siempre en esta tierra de locos y de libertad.

2 comentarios en “Sobre la propiedad de la tierra y la palabra

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