Mi tía María me preguntó un día que qué era eso de «las mujeres maltratadas», que lo había oído por la televisión y no se aclaraba. A veces me preguntaba cosas que no entendía o me pedía que le marcara un teléfono porque ella no se aclaraba ni con los números ni con las letras. A mi tío le dijo que si un día tenía cojones de levantarle la mano, antes de haberla bajado iba a estar rodando escaleras abajo.
Después de la menopausia no quiso más «pitraco». Una vez mi tío insistió un poco más de la cuenta y ella se fue a la cocina, se untó las manos con guindillas y volvió a la cama en busca del pitraco de mi tío: «Cuando lo vi llorar me dio pena, la verdad», me decía. Y después rompía en una carcajada escandalosa. Mi tío también se reía recordándolo: «Hijalagranputa qué bruta has sido siempre», le decía medio molesto y se reían juntos otra vez. Y al rato se enfadaban de nuevo por algo y ella lo llamaba cagón y le decía que debió haberse casado con el rico ese del pueblo que la pretendió siendo mocita y que el problema fue que mi tío tenía las pestañas muy bonitas y el otro era muy feo y al rato se reían otra vez y ella se lo comía a besos. Y después él le ponía una mano en el regazo y ella se la rascaba para sustituir el flujo sanguíneo que el hielo del barranco donde mi tío trabajaba había roto. Las emociones fluían entre ellos como el caudal de un riachuelo, abriéndose paso entre los escollos, sin pausas, naturalmente.
Esa suerte tuve yo en mi infancia.