Mi abuela lloraba todos los días. No era un llanto salvaje ni torrencial, como el mío, era más bien como una llovizna suave que se alternaba con sonrisas, bromas, recuerdos y trabajo. Las emociones fluían en ella con total libertad, sin diques. «No llores ¿otra vez estás llorando?» Le decíamos a veces, necias, las personas que le rondábamos la vida. «Yo soy así», respondía y seguía llorando. Al rato contaba un chiste, hacía un guiño o preguntaba que qué queríamos de comer. Esa suerte tuve yo en la infancia.