
Nuestra sociedad tiene aún un problema con la compasión y la caridad cristiana. Lo vemos, por ejemplo, en los presidentes del gobierno que «elegimos». Siempre dan algo de penilla. Las personas seguras de sí mismas bien posicionadas y afianzadas en sus ideales no son leídas como coherentes sino como personas «poco humanas», frías, tercas y engreídas, personas a las que hay que temer, de las que hay que escapar. Hace falta llorar para que tu interlocutor empiece a tener en cuenta lo que estás diciendo. Sólo conseguimos empatizar y escuchar desde la idea judeocristiana de ayuda, íntimamente relacionada con la verticalidad.
Para mí esto es un problema grave. No es que me importe mostrar mi vulnerabilidad, pero tampoco tengo necesidad de ello en cada momento del día. No me gusta dar pena ni tener pena de nadie porque eso interfiere con la búsqueda de un código ético que me satisfaga.
A menudo siento que mi llanto empaña la relación sincera con los demás. A menudo siento que mi fortaleza empaña la relación sincera con los demás.
Nunca me ha conmovido el llanto de una persona adulta per sé. Me conmueven las situaciones de injusticia que puedan provocarlo, pero ver llorar a alguien no es para mí un motivo de escucha mayor, ni de abrazo mayor. Sólo me interesa lo político, las lágrimas bien podrían ser de cocodrilo o puro narcisismo destilado.