Durante la clase de música Y*** ha estado pendiente de las explicaciones que he dado a los pianistas, al percusionista y también a los ukelelistas. Tensa las piernas, pone los pies de puntillas, saca la lengua e intenta colocar los dedos en el mástil pero cuando ya los ha puesto el resto de la orquesta ha cambiado de acorde hace rato. Se frustra, las lágrimas brotan y me mira. Se encuentra con mi mirada dura, esa mirada de maestra exigente que le repite hasta la saciedad: «Y***, lo estás haciendo fatal, no te estás divirtiendo» «Mami, es que no me salen los acordes» «A la porra con los acordes, ya sabes, no tienes que tocar perfectamente, tienes que divertirte». Así que se ancla en do, el único acorde que le sale bien, y espera que el ciclo do-fa-sol pase por el único sitio que conoce, como un reloj parado que da la hora exacta solo una vez al día. Después se calla y espera y mientras va viendo como el percusionista marca tres (un-dos-tres-un-dos-tres…) y como los pianistas cambian de un acorde a otro sin problemas.
Acaba la clase, cada uno recoge sus cosas y decimos: «Todos a casa». Y a ella siempre le encanta decir: «Yo no me voy porque vivo aquí» (Y***, Iván y yo damos la clase en pantuflas).
Cuando todos se han ido ella estudia una hora más. En el teclado toca los acordes de «La Bamba» de cabo a rabo e incluso improvisando ritmos. Se apodera de las baquetas y hace ritmos en el tambor de dos, tres y cuatro tiempos perfectos y divirtiéndose. El ukelele duerme envidioso en su funda.