
La única ocasión en la que me presenté a un concurso lírico me dije
esta vez será la última. Siempre que he ido a ver
La Bohème me he prometido a mí misma
no voy a llorar y cada vez que he ido a ver
El Barbero de Sevilla me he dicho
controlaré las carcajadas, lo haré. Pero hasta hoy sólo he conseguido mantener la primera de las tres promesas. Es muy tenso ir a la ópera conmigo, en serio, no me acompañéis jamás, aunque yo pague la entrada. El caso es que no me sé comportar como se debe. Mozart y Rossini hacen que me tronche y la señora del asiento de al lado, que suele oler a Carolina Herrera y se lee muy bien el programa de mano, se enfada y me mira mal porque por culpa del escándalo que monto ella no puede apreciar el crescendo tan bien llevado por el director de turno o el acorde de séptima de dominante marcado por la trompa. Pero es que yo lo que me imagino es a Mozart escribiendo el crescendo completamente trompa. Él era un músico cebolla, por aquello de las capas de lectura. Lo veo también como el primer cabaretero de la historia, se adelantó unos siglos a la Alemania nazi, lo digo por la temática de sus libretos y el humor caca-culo-pedo-pis.
Por todo ello y porque el precio de las entradas me parece un timo, ya casi no voy a la ópera. Aunque la eche de menos y a pesar de que consagré mis más tiernos años de juventud al estudio cabezón de dicho género. No, ya casi no voy, y no sé si lo hago por una cuestión de honor o por razones puramente prácticas. El caso es que me mantengo (¿me mantienen?) al margen. En Europa incluso también como intérprete y en eso la cuestión es aun más complicada porque cuando canto en cabarets y garitos de mala muerte me dicen que mi voz es más apropiada para teatros y cuando canto en teatros me dicen que soy demasiado jazzera para hacer bien un aria de Rossini y que pruebe suerte en los clubs nocturnos. En EEUU es otro cantar, allí vale todo y las/os intérpretes no tenemos que especializarnos en un solo género. Es una cuestión cultural, la dirección artística de los teatros atiende a tradiciones.
En cualquier caso, si debo decir la mía, estoy muy contenta con mi evolución profesional. Me queda mucho para decir en un escenario lo que quiero decir y cómo lo quiero decir, pero siento que voy por el buen camino. He comprendido que (como bien dijo Susana Moo en este blog el otro día) una vez que un artista termina su obra ésta pasa a ser de toda la humanidad, por eso sé que Mozart no es propiedad privada de los “grandes teatros”.
Ahí os dejo una foto de mi versión de L’Italiana in Algeri, bajo la dirección escénica de Eduardo Khawan, en el 2007, Columbia City Theater, Seattle (EEUU). Qué buenos tiempos aquellos, el número de después era con música de Kurt Weill. Si hago algo así en España los críticos me masacran. Y es que no puede ser que la misma boquita cante a Alfonso X el sabio, se marque un blues por Ellington y quiera encima hacer gorgoritos verdianos. Europa necesita etiquetas, si no se pone nerviosa.
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Tú sigue en lo tuyo, sin desfallecer. Yo sigo en lo mio, desfalleciendo alguna vez que otra, pero sigo en lo mio. Quien aguanta, gana.
A ver si te subes un mp3 un ratitito que tengas tiempo.
Niño, si hay videos en mi web http://www.aliciamurillo.com
Me voy a dar un paseillo por tu blog que hoy no he entrado.
Es verdad lo de las etiquetas es un poco coñazo, principalmente si no escajas en ninguna o no estás deacuerdo con la que te han puesto… y digo yo; si no estoy deacuerdo con esa fea costumbre tan europea ¿que haces? ¿te pones tú la etiqueta?(aunque entrarias en el juego)…. Por otra parte si no encajas o no estás deacuerdo parece como que te excluyen de los grupos, y siempre eres «de otro bando», por supuesto el que ellos creen conveniente.
Aunque a veces te ponen una etiqueta estupenda que sólo te beneficia, vease Rossi de Palma y su «belleza picasiana», venga hombre¡¡¡ la mujer es fea y punto¡¡ buena actriz, pero fea coño que eso es obvio y sin mala leche¡¡
Hay que tirar para adelante con lo que creemos, es la única.