Ayer caminaba hacia el trabajo. Dos hombres (españoles, jóvenes, perfectamente vestidos al estilo clase media, perfectamente aceptados como “normales”) venían en dirección opuesta a mí. Uno de ellos empezó a marcar la diagonal. Lo vi, no me aparté, levanté la cara, nos cruzamos sin tocarnos pero a un milímetro de distancia. En el momento justo su cara se giró y me arrojó al oído un gruñido, un gruñido de cerdo.
Esa diagonal
Esa diagonal la conocemos todas. Es una que marcan los machos en la calle, se desvían de su camino y a medida que avanzan se van acercando más y más a ti, hasta que te cortan el paso o te tocan el culo o te susurran algo al oído o hacen que te desvíes y les dejes paso, marcando así el territorio y su superioridad. El agresor y la sociedad entienden (y te hacen entender) que si no te apartas es porque o bien eres gilipollas y no te has enterando de como están las cosas o bien eres una fresca y en el fondo lo que buscas es que te metan mano. También puede ocurrir que te estés enfrentando a la jerarquía masculina, en cuyo caso te mereces que te hagan recordar cuál es tu estatus de mujer en el espacio público a base comentario o gesto soez. Soy de estas últimas.
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